SOBRE MISS ORQUÍDEA Y AMORES DIFUSOS

(En memoria de Abraham Valdelomar)

Aconteció en estos días de primaveral octubre algo muy bizarro, tu espíritu exaltado y elogiado por Baco (Dios del vino), me preguntó de pronto, entre reclamos e ironías propias de la bebida, que fue lo que quedó en mi luego que te marchaste. Y como sabrá usted, el alter ego colecciona recuerdos, usted gitana, no es la excepción, por eso lo plasmó aquí. Como dicen los vanguardistas, “Amor en desuso, espíritu dichoso.”

“El día que partiste aconteció en mi dentrura aquellas añoranzas difusas que sintió Odiseo en su regreso a Ítaca luego de veinte años de haber marchado a Troya, mi alma aletargada pudo finalmente desplegarse con dicha y posar nuevamente en aquel halo poético que usted enterró, aquellas ramas de mi verdadera esencia, renació el remedo de escritor que en mis fantasías suelo recrear; dicho en otras palabras, el epígrafe que marcaste simplemente se diluyo en el viento, usted quedo en el sopor y no hay vuelta atrás, eso quedó en mi luego de que se marchó.”

Esto me da una remembranza del año 1914 donde inspirado en el puerto de Pisco nuestro cuentista Abraham Valdelomar nos narra la historia inocente de amor entre Abraham y Miss Orquídea, es uno de los cuentos más hermosos que me encanta re-leer en estas fechas, me recuerda esa inocencia que tiene los infantes, y es que, de alguna manera, el relato tiene los ingredientes exactos para una explosión de nostalgia pura: playa, mar, circo, embarcadero, crepúsculo entre otros, simplemente efervescencia nacida del corazón.

Dejo a continuación, un breve e intenso fragmento del cuento “El vuelo de los cóndores” de Abraham Valdelomar; un deleite que enternece y nos obliga a extraer de nuestro interior ese sentimiento de inspiración que muchas veces, por desatinos de la vida, a veces se nos corta, entierra o coacciona.

«La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:

–Adiós...
–Adiós…

Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor... Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo. »

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